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Para afirmar que el hombre es el descendiente modificado de alguna forma preexistente, es menester averiguar antes si varía en sí mismo, por poco que sea, en su conformación corporal y facultades mentales, y, caso de ser así, si las variaciones se transmiten a su prole siguiendo las leyes que rigen para los animales inferiores, tales como la de la transmisión de los caracteres a la misma edad o sexo.
Por lo que podemos juzgar, dada nuestra ignorancia, ¿son dichas variaciones debidas a las mismas causas, o dependen de idénticas leyes que los demás organismos, por ejemplo, las de correlación, efectos hereditarios del uso y de la falta de uso, etc.?
El hombre se desarrolla de una ovula de cerca de dos centímetros de diámetro, que no difiere en ningún punto de la que da origen a los demás animales. El embrión humano, en un período precoz, puede a duras penas distinguirse del de otros miembros del reino de los vertebrados.
En este período, las arterias terminan en las ramas arqueadas, como para llevar la sangre a branquias, que no existen en los vertebrados superiores, por más que las hendiduras laterales del cuello persistan
marcando su posición anterior.
Algo más tarde, cuando se han desarrollado las extremidades, como hace notar el célebre de Baer, « las patas de los lagartos y mamíferos, las alas y patas de las aves, como las manos y los pies del hombre, todas derivan de una misma forma fundamental ». « Sólo —dice el profesor Huxley— en las últimas fases del desarrollo es cuando el nuevo ser humano presenta diferencias marcadas con el joven mono, mientras este último se aleja por su elevación del perro,
tanto como lo hace el hombre. Por extraordinaria que parezca esta aserción, está demostrada como verdadera ».